Master pez
Por Juan Carlos AVILÉS
Se me han vuelto a quemar las croquetas. Como todo bicho viviente soy un amante incondicional de esa especie de boñiguita de bechamel a la que se le añade toda clase de fruslerías, en muchos casos sobrantes de otros platos, ya que el ‘apaño’ ha sido y será el origen de numerosos manjares con los que se nos hace la boca agua. ¿Que nos sobró carne del cocido? Croquetas. ¿Qué nos quedó pescado del día anterior? Croquetas. ¿Qué se nos secó un trozo del jamón que nos tocó en el Alimerka? Pues bien picadito, y croquetas. La croqueta es la panacea universal de los excedentes culinarios, el ‘bocatto di cardinale’ del reciclaje gastronómico. Y si encima son de verdad, ni os cuento.
Digo esto porque a pesar de mi condición de ‘croquetófilo’ las que yo consumo habitualmente están, como el resto, achatadas por los polos. Pero en este caso Polo Norte y Polo Sur, o sea, congeladas. Y es que, sufridos lectores, uno en cuestiones de cocina está absolutamente pez. ¿Habéis visto alguna vez a una parrochina, delantal en ristre, meneando la espumadera? Pues eso mismito le pasa a un servidor, que no doy pie con bola, y cada vez que intento cocinar algo me crecen los enanos, lo dejo todo echo un cristo y me lleno de pringue hasta los codos. Eso si no se me incendia la sartén, claro. Así que me encomiendo a San Findus o a Santa La Cocinera para que hagan el milagro por mí con tal de satisfacer mis ansias croquetiles, aunque me queden asquerosas.
Pues bien, el otro día estaba yo pendiente de los resultados de las primarias del PSOE cuando de repente, y como si de la gala de los Goya se tratara, escucho: “¡Pedroooo…!” Y ante semejante sobresalto dejé las croquetas en el fuego y corrí al televisor. Cuando regresé las croquetas estaban carbonizadas, como algunos de los barones, supongo. Así que, a diferencia de estos, mi cena acabó en la basura.
Eso sí, una vez me salieron doraditas.