Pueblos
Por Juan Carlos AVILÉS
Anoche (que es cuando escribí estas líneas) Sonia Fidalgo, la reportera andante de la TPA, dio con sus pasos en las proacinas Carangas. Y a uno, que habita provisionalmente por esos lares, le faltó tiempo para aplastarse frente a la caja tonta a ver qué se cocía entre nuestros escasos vecinos. Cuando al programa ‘Pueblos’ le toca recalar en el tuyo, las ‘pelus’ más cercanas aumentan notablemente su clientela, que una ocasión como esa no las puede pintar calvas, y menos despeluchadas, a las curiosas paisanas del entorno. Ni a los paisanos con la chaqueta de cuchar, que la damisela de la grácil figura, el talante empático y el verbo dicharachero tiene mucho tirón y no te puede pillar desgalichau. Allí estaban los cuatro gatos que quedan, encantaos de la vida y de que los chicos de la tele se aparecieran en el prau como la Virgen de Los Remedios o el mismísimo Mister Marshall. Daba gusto verlos contado sus vidas, sus procedencias, sus andanzas cotidianas y sus casorios. Pero mucho menos gusto comprobar cómo los pequeños pueblos asturianos, y españoles por extensión, van aumentando su decrepitud y están condenados a la desaparición cuando sus pocos y añosos moradores autóctonos se vayan al otro barrio. Apenas jóvenes. Apenas chimeneas echando humo. Apenas hórreos, establos y casas en pie porque no existe, ni trazas de ello, una política de reactivación rural que les devuelva, si no el latido y la lozanía de otros tiempos, al menos un futuro sostenible. No hay paraíso natural sin geografía humana, sin tradiciones protegidas, sin relevos generacionales, sin señas de identidad. Cada panera que se viene abajo es una herida irreparable y cada aldea que se come el mato una huella que desaparece y un rastro que se pierde en la memoria fallida de los tiempos.
Así que menos Operación Triunfo y más Operación Rescate. Con casi un 40% de juventud en paro no será tan difícil crear un plan continuado de incentivos que ponga todos esos lugares a vivir: casas para restaurar, huertos que sembrar, ganados que criar, escuelas que llenar, tierra que sentir. Existe la demanda porque ya hay muchos chavales que lo hacen por su cuenta y riesgo, y conozco unos cuantos. Pero hay que ayudarles, arrimar el hombro y allanarles el camino para que no sea sólo un brote romántico sino un proyecto de vida que ayude a preservar la de todos. De lo contrario, salvo las grandes ciudades, el resto se irá convirtiendo en un inmenso y desolado museo etnográfico. A lo bestia, claro.