Publicado el: 03 Ago 2018

Verano y daños colaterales

Por María José ÁLVAREZ BRAÑA

 

Adoro el verano. A 23 grados regreso a la vida. Y aunque en algunas zonas, léase Asturias, llegaron a darlo por extinguido, el verano existe y regresa cada año igual que el turrón por Navidad con su sol, calorcito, largas tardes de luz, ropas livianas, terracitas etc.
Pero todo lo bueno tiene su lado oscuro y la felicidad veraniega lleva aparejados daños colaterales sólo afrontables con buen humor. Porque la subida de temperaturas induce al personal a creer que todo vale, y se lanzan a playas y paseos marítimos sin cortarse un pelo, mostrándose libres de prejuicios y ropajes, para acabar ofreciendo unos looks tan peculiares y /o grotescos que evidencian que el sentido del ridículo ha muerto.
Aclaro que no hablo de belleza ni cuerpos danone, que fuera del cine escasean, y cada cual es libre de tener el aspecto que le dé la real gana. Hablo de sentido común y pelín de decoro para no amargarle la vida al prójimo con nuestras apariencias ni actitudes.
El primer problema son las “alergias” a las camisetas. Y es que vas paseando y aparece corriendo, jadeando asfixiado, un recién estrenado ‘runner’ que para aprovechar el solecito viste sólo pantalón. Visión apocalíptica porque como se ha rociado crema solar y suda profusamente, la mezcla le arrolla a chorros por el torso mientras sus blanditos músculos y barriga cervecera se agitan al compás del movimiento. Al pasar a tu lado, te salpica.
Vienen luego grupitos de señoras caminando. Pero viendo sus atuendos me entra las dudas: ¿son paseantes o una expedición al Himalaya? ¿para andar dos o tres kilómetros hacen falta chirucas, bastones de marcha y shorts de camuflaje? Y sería muy respetable si el atuendo no se completase con la parte superior de un bikini, porque también quieren aprovechar a broncearse. ¡Así que otra vez a contemplar sudorosas carnes, y deleitarnos con aromas ajenos! Y pregunto: ¿tan caras encuentran las camisetas de algodón corriente y moliente que yo logro por dos duros (debo ser muy cutre) con las que contener sus efluvios corporales y no dañar la vista? Idéntico comentario sobre algunos ciclistas o patinadores, con casco pero solo en pantalón. ¿Y qué decir del tipo que en la barra del chiringuito lucha por su cerveza únicamente en bañador? Se pega a tu lado, eleva sus brazos para llamar al camarero y ¡hala! ya tienes su axila pegada a la nariz, ¡Ponte una camiseta, por Dios bendito!
Tras el paseo, la playa. Aquí el asunto puede ser peliagudo. Sorteados decenas de cuerpos lechosos de extranjeros achicharrados tras su primer día de playa, alejándote lo máximo de los enfervorecidos jugadores de palas, que antes o después un pelotazo te llevas, y evitando asentarte junto a bulliciosas pandillas de adolescentes, encuentras la ubicación perfecta. Colocas tus bártulos playeros y cierras los ojos dispuesta al relax. Pero minutos después entras en pánico al ver a una familia numerosa instalándose al lado. En segundos te rodean toallas, tres sombrillas, varias neveras, cinco sillas, dos bolsas de juguetes, tres colchonetas y cuatro flotadores mientras los niños corren alrededor en plan indio sioux y se disponen a hacer lo propio de ellos: jugar saltar, reírse y disfrutar, y de paso te rocían de arena que se te adhiere cual loctite al bronceador. Y la pobre madre (paciencia tienen) no tiene otra que empezar con el consabido repertorio: “María estate quieta que te pongo crema” “Juanito sal del agua que aún no puedes bañarte” “Pepito no abras la nevera que se calienta la ensaladilla”, “Elenita dale el rastrillo a tu hermano”. Lo clásico, vamos. Buscando paz, muy astuta recurres a técnicas de comando y con disimulo arrastras silla y toalla para intentar alejarte del grupo. Pero hueco que abres hueco que se rellena con más cachivaches, así que te resignas a pasar el día “en familia”. Y como relajarte es imposible te pones a mirar el panorama y ojiplática contemplas desfiles de traseros que desbordan bikinis en miniatura o tangas de cuerdita, algún caballero te deleita con su exhibición en “braga náutica” y de la arena emergen pies de seres con vocación de aguilucho por su resistencia a cortarse la uñas y a pasarse una piedra pómez por los talones. Y eso sin entrar a valorar top less que personalmente no censuro pero que a partir de los 40 acusan la ley de la gravedad y, digan lo que digan, bonitos no resultan. Afortunadamente tu labor de contemplación se verá interrumpida cien veces para repetir “no gracias” a vendedores de bolsos, gafas o relojes y hasta de fruta cortada que los turistas compran enfervorecidos como si no hubieran visto un melón en su vida.
Llega entonces el momento del baño y atraviesas el arenal esquivando jugadores de fútbol, niños que se persiguen con bolas de arena mojada y chavales que entran corriendo al agua salpicándote dolorosamente. Y ya en medio de las olas rezas para que los pequeños aprendices de surfer no estrellen su tabla de spiderman en tus costillas, y afrontas la bronca del personal de salvamento que insiste en que abandones tu vena autista y te bañes con el grupo.
Pero el agua está buenísima y limpia y regresas tonificada a tu puesto. Y aun cuando tu toalla está perdida de arena pues los niños vecinos han correteado sobre ella, terminas entablando conversación con la atribulada madre que no sabe cómo disculparse y casi acabas haciendo una amiga. Así que abandonas la playa contenta y lista para afrontar la tarde de terracitas conviviendo con espectáculos de mini tops hincándose en tripas rechonchitas y resaltando michelín, gorras con visera hacia atrás, señoritas de más de quince con shorts a la ingle y muslitos estallando en la pernera, mallas tres tallas inferiores marcando culete, vestidos híper ajustados destacando los relieves de la ropa interior y caballeros o señoras que ignoran la existencia del desodorante. Y aunque esto de los gustos es muy peculiar y cada quien puede ejercer el suyo te cuestionas si algúnos carecen de espejo, familiar o amigos que les asesoren.
Pero es verano, estamos de vacaciones y todos somos felices ¿qué más podemos pedir?

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