Lo que aprendí
Por María José ÁLVAREZ BRAÑA
Tras dudar mucho, pues es difícil expresar públicamente sentimientos muy íntimos, consideré que sería injusto no dedicar estas líneas a mi madre, porque, desde niña, ella me transmitió su pasión por la lectura y me animó a escribir.
Su marcha derrumba un pilar de mi vida y desaparece un refugio de protección y consuelo. Me quedo sin el inmenso amor incondicional que me entregó sin esperar contrapartida. Y siendo consciente de que recibí mil veces más de lo que di, no puedo evitar cuestionarme si estuve a su altura, si fui capaz de transmitirle lo que sentí por ella. Creo que esa pregunta me perseguirá siempre.
Desde la tristeza emerge el recuerdo de una mujer generosa, valiente y optimista. Como de tantas buenas madres, y la mía era extraordinaria, podría escribir un extenso panegírico narrando mil virtudes, pero lo resumiré diciendo que antepuso nuestras vidas a la suya, relegando sus aspiraciones y deseos para dar cumplimiento a los nuestros. La recordaré acompañándome en mis madrugadas de estudio alegando que “debía” acabar un libro, o enfadada si nos reíamos porque le gustaban Los Ronaldos y animosa aprendiendo a esquiar con 50 años porque era un torbellino, o tragándose su miedo al avión por conocer nuevos lugares.
Mi madre fue la educadora firme que con cariño (y alguna colleja) y sin tolerarme chulerías de niñata boba me enseñó conductas esenciales: A mirar de frente y respetar a los demás; ser compasiva con el dolor ajeno y no causar ni desear mal; no despreciar ni humillar; ser libre expresando mi opinión. Me recalcó insistentemente que fuera independiente sin someterme a nadie, porque, así solía decirlo, más valía comer una sopa, pero que fuera mía y la pudiera tomar en paz, que un solomillo siendo infeliz.
En su larga enfermedad aprendí el significado de la resignación y la dignidad. Porque, tras muchas lágrimas silenciosas vertidas a escondidas, asumió su destino y aceptó que sus escapadas en coche, constantes salidas, y la independencia y libertad que tenía por bandera habían terminado. Sin quejarse ni pedir, sin expresar su pena o lamentar su suerte para no causarnos dolor. Fue un ejemplo excepcional y lo bueno que pueda haber en mí se lo debo a ella. No está, pero desde algún lugar me acompañará siempre. Gracias, mamá. Te quiero.