Hormonas y litronas
Juan Carlos AVILÉS
La principal diferencia entre los jóvenes y los supuestamente adultos es que nosotros vivimos cagaos de miedo y ellos no. Me refiero a quienes habitamos en esta falacia cada vez más tambaleante y efímera que llamamos sociedad de consumo/bienestar, inventada por los que manejan el cotarro para hacernos cómplices y falsamente partícipes de sus desmanes a cambio de una migajillas de satisfacción revestida de éxito personal y social, que los malos siempre han sido muy listos. Los otros jóvenes, los que empuñan ametralladoras, fardos de chatarra, los que rebuscan en las basuras para conseguir un mendrugo que llevarse a la boca, los que viven hacinados en campamentos de refugiados o en el suelo podre de una patera, los que han perdido toda clase de virginidades y no recuerdan su infancia porque nunca la tuvieron, esos sí conocen el miedo, ya lo creo que sí. Pero, aunque todos sean hijos nuestros, a aquellos solo los conocemos a través de las imágenes truculentas de la tele o de la pantallas sirvemorbos del móvil, y no son cosa que vaya con nosotros. Los nuestros, los hijos del dios mayor, son los que hemos ido criando entre algodones a nuestra imagen y semejanza, con paga semanal y vacaciones en Marina d’Or, para que el día de mañana sean gente de provecho. Pero no. Los muy desagradecidos, crápulas, desaprensivos, egoistas e insolidarios se dedican a hacer botellones y a meterse mano en parques y jardines reverdecidos con los impuestos de la gente de bien, con la que está cayendo. Yo no sé si el lector de cierta edad recuerda ya las gambonadas que perpetró cuando apenas éramos un saco de estrógeno, testosterona y adrenalina y donde, desde luego, no quedaba sitio para el miedo. Ese irrumpe, inexorablemente, a medida que te va mordisqueando el tiempo y circunstancias tan atroces como el hambre y las guerras o tan surrealistas como esta dichosa pandemia a la que nadie sabemos cómo hincar el diente. Dejemos pues, y sobre todo tratemos de entender, que los chavales, el espejo más saludable en que mirarnos, actúen como si fueran libres mientras nosotros seguimos aferrados a un trozo de tela y a las tremebundas y desalentadoras noticias de los telediarios.