Publicado el: 23 Abr 2019

Buddy Holly y Don Juan de las Onzas

La Casa se Llamero, en Loro, construida por el indiano Juan Fernández Bao a su regreso de Cuba, costó 12.000 pesetas de 1880 y decenas de carros de piedra

Por Fredo ELDORADO

Tienes suerte de no tener familia aquí, moreno. El que no es capaz de subir al pueblo de sus abuelos en bicicleta no se merece su herencia” Buddy venía del mercao de Pravia. En la primera revoltona antes de Folgueras ya decidió descabalgar y después de tomar una Mirinda en La Pedrera para recuperar el aliento, a la entrada de Loro fue descubierto por el extraño empujando la BH. Después del reproche fueron juntos caminando un cacho. —Oiga, en esa casa hay una inscripción con unas siglas y un año en el dintel de la entrada. Supongo que también tendrá su historia porque llama la atención y mucho —Buddy se refería a la Casa de Llamero que les quedaba a la izquierda según entraban en el pueblo.
—Vale, moreno… Tú ¿cómo andas de tiempo? —le preguntó y prosiguió sin darle tiempo a contestar —Don Juan Fernández Bao nació aquí a mediados del siglo pasado en una fecha sin determinar, que es cuando nacemos los de Loro, y con catorce años se fue caminando a Santander para embarcar a Cuba. Hacía calma y el velero no pudo salir. A sus padres no les hizo mucha gracia verlo de nuevo aquí porque habían hecho un gran esfuerzo para pagarle el pasaje.
Estaban ya delante de la imponente casa.
—En Cuba trabajó en el negocio del tabaco —continuó —y cosechó una discreta fortuna que le permitió vivir sin estrecheces económicas.
—Con una discreta fortuna no se puede edificar ésta casa, me parece a mí.
—Es que la historia no termina ahí porque al descubrir una infidelidad de su esposa huyó con sus hijos de Cuba, recaló en Burdeos —le dijo el extraño— y se topó con una Francia sumida en cualquiera de las múltiples revoluciones que la azotaron durante el siglo XIX y de la noche a la mañana le quitaron todo el dinero que traía después de años de trabajo en la isla caribeña.
—¿Así sin más? ¿Se quedó sin nada? —le preguntó ansioso Buddy por saber el resto de la historia.
—Bueno, lo despacharon con un vale y poco tiempo después fue a reclamar su dinero pero como al gobierno francés le venía mal devolverlo le ofrecieron la exclusiva de la importación de tabaco durante cinco años.
Luego el extraño le contó a Buddy que la fortuna ya era inmensa al cabo de ese tiempo y que regresó en 1880 retirado de los negocios al pueblo, ya rebautizado como Don Juan de las Onzas y acompañado solamente de su hija Alejandrina, porque su hijo falleció al poco de llegar. Le explicó que arregló la casa donde nació y después de fundir doce mil pesetas de 1881 en decenas de carros de piedra traídos de Grao construyó la casa que tenían delante para que la disfrutara su madre.
Se quedaron en silencio admirando la casa. La perfecta simetría de sus vanos enmarcados en un cubo insultantemente perfecto se organizaba en planta baja, primera y una buhardilla útil en su totalidad. La fachada sur presentaba un arranque desde la planta baja de una larga galería vertical en el eje central de la casa. Esa casa desafiaba y simplificaba la arquitectura Indiana.
—Pues para ser casa de emigrante próspero no se parece a las casas de Somao ni a las de Malleza que ya vi —puntualizó Buddy.
—Exactamente, americano. Es como si Don Juan quisiera poner de relieve que la ostentación estaba reñida con el sentido práctico de las cosas del habitar. Hasta la palmera, símbolo indiano por excelencia, está en la finca trasera medio escondida —le explicó el extraño.
—Y aquí pasó el resto de sus días, no me diga más.
—¡Qué va! –exclamó —Don Juan se fue a Grao y edificó un palacete. Luego, en 1890, con motivo de la boda de su hija le regaló el Palacio de Doriga y mil cien fincas repartidas por Salas. Como consecuencia casi todo Folgueras y parte de Loro era propiedad de Don Juan. Así, todos los once de noviembre, al acabar el año agrícola, un enviado de la casa de Doriga se personaba en Loro y los llevadores venidos de todos los pueblos de la parroquia le abonaban las rentas de las fincas y montes.
—Casaría bien su hija, supongo.
—Bueno, el cortejo con Indalecio Corujedo, que a la postre fue su marido, debió de ser complicado porque Don Juan animaba a su hija: “Tranquila, no te preocupes, que hijas de Don Juan de Loro no hay más que una”
—Oiga, una pregunta —le dijo el americano —¿cómo llevaban los de la capital de la parroquia eso de venir a pagar rentas a un vecino de Loro?
El extraño paró en seco, se dio la vuelta y miró fijamente a Buddy Holly mientras ponía la mano en su hombro de forma paternal.
—No se nín, pregunta en Folgueras si eso —le dijo con una amplia sonrisa mientras le guiñaba un ojo.
Y subiendo por donde la capilla se perdió por la carril donde años después echaría de allí a un neno una moza de ese barrio con marcado orgullo local.
Pero esa es otra historia.

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