Publicado el: 02 Mar 2020

Madres de la diversidad luchando por la equidad

Emilia Barrio

Pedagoga y técnica de Juventud

“Mamá dice que la vida es como una caja de bombones: nunca sabes lo que te va a tocar» (Forrest Gump, película)
Hay tantas mamás como la de Forrest, quizá no lleguen tan lejos, pero luchan cada día para que sus “bombones” tengan una vida digna. No me refiero a tantas y tantas (genérico femenino por mayoría) que pelean por cubrir necesidades básicas, sino a esas otras del llamado primer mundo, cuya aspiración y pelea diaria son esas décimas que necesitan para tener hijos-as “normalitos”.
La madre que va al colegio cada semana para escuchar a la tutora de su hijo decirle que el niño es muy listo pero ni para quieto, ni atiende, ni obedece y tiene que aguantar que la culpa es suya que no le pone vergüenza. Si todo fuera tan fácil, qué más quisiera ella y él que ser como los demás. Lleva explicando, hasta la saciedad, que su hijo tiene un trastorno neurológico que se denomina Déficit de atención con hiperactividad (TDAH) y que hay maneras de ayudarlo, pero hay que saber y sobre todo querer.
Madres que dejan sus trabajos para sacar adelante a sus hijos o triplican jornadas. Emplean horas y horas en hacer los deberes porque ellas ya son expertas en adaptaciones metodológicas y saben escribir en braille para un ciego o en mayúsculas para un disléxico y convierten números en canciones para la discalculia y la filosofía en gráficos o esquemas para dar realidad a lo etéreo.
Madres que vuelven a estudiar los afluentes del Miño, hacer la educación básica, la secundaria y hasta corrigen trabajos de universidad. Tienen como alternativa dejar a la familia sin vacaciones y encontrar un profe particular genial o hacer como la madre que se compro un remolque para su coche y recoge tapones de plástico para pagar las terapias de su hija que sufre una enfermedad rara.
Madres que para celebrar el cumpleaños del niño preparan una fiesta para toda la clase y llegan dos compañeros forzados por sus progenitoras solidarias, que serán las únicas que devuelvan la invitación porque nadie quiere un “rarito” en su cumple.
Madres alerta, porque saben que el diferente es blanco fácil del acosador. Luego son etiquetadas de madres protectoras o como dicen ahora helicóptero. Siempre cuestionadas sus actuaciones por los de casa y por los de fuera, siempre recibiendo consejos y tantas veces desde la ignorancia “si fuera hijo mío, yo…”.
Madres que sufren toda la vida. Recuerdo a la señora de unos ochenta años, que a eso de las cinco de la tarde, sube mi calle con “su niño” de unos cincuenta, cogido del brazo, gritando frases inconexas, mientras ella le contesta en susurros como si mantuviera un diálogo, envolviendo la escena en normalidad. Cuánto dolor transmite esa mujer cansada, que sabe que cuando ella falte nadie volverá a mirar a su hijo con ojos de amor incondicional.
Tanta lucha para evitar esas etiquetas que no sirven para diagnosticar e intervenir, sólo para expulsar del sistema. Una escuela, pretendidamente inclusiva, que habla de “fracaso escolar” ¿Qué deshumanizado inventó esa expresión? ¿Cómo se puede ser un fracasado con seis años? ¿Quién fracasa realmente?
Son madres que defienden, muchas veces de forma inconsciente, un derecho universal, el derecho a la educación de sus hijos y cada día apuntalan un sistema educativo obsoleto que hace aguas por todos los lados y que no responde a la realidad ni de los niños, ni de los profesores, ni de nuestra sociedad.
Mujeres anónimas en lucha por la igualdad de oportunidades de sus hijos, por justicia, por equidad.
¡Corre, Forrest! ¡Corre!

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