Publicado el: 04 Nov 2016

El bar de Tere

Por Fernando ROMERO

Cerraron el chigre de Tere, en Bermiego. Uno más de los bares-tienda de los pueblos de nuestros valles y montañas. Era un lugar de reunión, algo penumbroso con sus bombillas peladas y el olor a embutido bien curtido y a chorizo ahumado en el chabolo. Los paisanos hablaban alto y soltaban cagamentos y por las ventanas orientadas al Oeste, entraba a bocanadas el sol del atardecer, que bostezaba y se ocultaba lentamente más allá del Picu Gorrión.
El bar de Tere (y de Eduardo) era un lugar especial en donde uno dejaba fuera las madreñas, el palín de avellano, el perro pulgoso, la mala hostia y entraba en zapatillas de cuadros dispuesto a pasar un rato agradable. Siempre había alguna tertulia y los fines de semana corrían los cacharros y los vinos y se jugaba a las cartas.
El bar de Tere tenía también tienda. Podías encontrar desde pienso pa las pitas hasta leche y garbanzos. Era una despensa muy agradecida, en donde vecinos y forasteros acudíamos a pertrecharnos de víveres sin coger el coche, porque era también una excusa perfecta para salir a dar un paseo y charlar con la gente.
Los bares tienda deberían estar protegidos como los parques naturales, los osos, los lobos o el arte prerrománico, porque son la esencia de la comunidad de nuestros pueblos, el templo al que recalan ricos, pobres, altos, bajos, chupatintas o campesinos, guajes y vieyos.
En el bar de Tere se reunían los cazadores a comer jabalí y venado cazado en recónditos parajes a los que solo un rastreador como Eduardo sabe llegar. Los amigos se reunían también a jalarse de vez en cuando un cabrito guisado regado con buen vino. Las paisanas acudían a coger el pan y de paso a reñir al hombre por tardar tanto en volver. Algunas, las más jóvenes, preferían alternar con los demás.
El bar de Tere cerró y, por absurdo que parezca, este hecho no deja de tener su importancia. Cuando un bar tienda deja de existir se pierde algo en un pueblo, como cuando muere un vecino, como cuando se va para siempre una familia a la ciudad en busca de futuro, como cuando el ganadero se jubila, vende las vacas y nadie más toma el testigo.
Gelita, un poco más al Norte pero en la misma falda del Aramo, en Villamexín, también tiene una tienda de toda la vida que conocí gracias a Queco el del Sabil. Ella resiste, pero sabe que más tarde o más temprano cerrará porque ella no está allí para ser un elemento decorativo más del pueblo sino para trabajar y ganarse la vida. Y es difícil cuando va desapareciendo el vecindario sin probable renovación.
No toda la culpa es del famoso despoblamiento rural. Mucha culpa la tienen también las grandes superficies que han invadido nuestras ciudades generando una absurda y nociva cultura de consumo en donde prevalece la deshumanización.
En los grandes supermercados las cajeras no dan conversación y cuando llega su hora cierran, no como Gelita o Tere, que si te faltaba algo te abría la tienda y si no llevabas perras, se lo dabas otro día. Se acaba un mundo sin duda mejor y lo echaremos de menos porque con él se acaba también una manera tranquila y armoniosa de habitar este planeta.

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