Publicado el: 06 Nov 2018

Dongenarismo

Por Juan Carlos AVILÉS

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. A don Crescencio se le frunció el bigote, y llevándose al mentón los dedos amarillos de nicotina, exclamó: “¡Dónde he leído yo esto antes!” Aquel ejercicio de redacción de Genarín olía a chamusquina, y a él no había nacido quien se la metiera doblada. Fueron días de viajes innumerables a la biblioteca de la capital (entonces no había Google ni cristo que lo fundó) hasta que por fin dio con el codiciado libraco. Y allí estaba, nada más abrirlo. Menos mal que no fue en la página 183, porque el mosqueado profe nunca había llegado tan lejos. Marchó como una exhalación a la escuela, y trincando al chaval de una oreja le espetó furibundo, hoja en mano: “¡Esto no ye de tu cosecha, babayu; esto ye un ‘pelagio’ como la copa d’un texu!”. Genarín—hoy don Genaro, flamante alcalde de la localidad— no era, ni por asomo, el más listo de la clase, pero a fullerías no le ganaba nadie y además poseía una facultad imprescindible para abrirse camino en la vida: el sentido de la oportunidad.
Trampas en la cosa educacional se hicieron siempre, y cuántos títulos habrá no por méritos propios, sino de las patas bien curaditas del gochu. Y de copiar, ni os cuento. Estaban las “chuletas” bien plegadinas, con letras diminutas; las de doble rodillo, atados con una goma, que iba discurriendo a medida que se empujaba con el índice y pulgar; las de toda la vida, escritas en la palma de la mano (no aptas para sudorosos); las de muslo, echando la pernera del pantalón para arriba… Y el castigo si te pillaban ‘in fraganti’ iba en proporción al método utilizado y al alcance de la copistería: regletazo a mano abierta, en las yemas juntas de los dedos, bofetón con sordina (en la oreja, y con la mano hueca), capón a contrapelo, de rodillas a secas, con los brazos en cruz, lo mismo, pero con libros en cada mano… “La letra con sangre entra”, y cuántos aprendimos a base de lagrimones y magulladuras, aunque la sabiduría fuera proporcional al odio. Pero eso también era “aprendizaje”, decían.
Son otros tiempos, pero no han cambiado, sólo sofisticado. La entonces picaresca de subsistencia se ha disfrazado con la capa del poder y, a diferencia del importado Hallowen, el truco y el trato son la misma cosa. Ya no hay bachilleres jamonizados, sino doctores ‘deshonoris causa’ y palominos seudomasterizados. La sombra de Don Genaro, como la del ciprés de Delibes, es alargada, tal vez interminable. Y así nos luce el pelo.

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